El laberinto del orgullo y la libertad de la humildad
- Fernando Sánchez
- 28 oct
- 3 Min. de lectura
Por Fernando Sánchez Campos

En el corazón del Evangelio late una verdad que desarma, no es el brillo de nuestras obras lo que nos acerca a Dios, sino la desnudez de nuestra alma ante Él, la parábola narrada en Lucas 18, 9-14 es un espejo que refleja nuestra fragilidad, un golpe certero contra la fachada de la autocomplacencia, aquí, Jesús no solo habla a los confiados en su propia justicia de hace dos mil años, nos habla a nosotros, en esta CDMX de 2025, urbe de papiros donde la historia se escribe sobre capas de contradicciones, mancillada por charlatanes que alzan altares a su ego mientras pisotean la humildad que dignifica.
Imaginemos la escena, un hombre que cumple al pie de la letra los mandatos, que presume su rectitud como un trofeo pulido, ora en el templo, pero su voz no trasciende el eco de su propia vanidad, su oración es un discurso ensayado, un currículum de virtudes que no busca a Dios, sino aplausos, frente a él, otro hombre, marcado por el desprecio social, no se atreve ni a alzar la vista, su súplica es un susurro roto, un reconocimiento crudo de su imperfección y sin embargo, es este último quien regresa justificado, porque su humildad no es debilidad, sino un acto de valentía, presentarse ante lo divino sin máscaras, sin pretextos, solo con la verdad de su corazón.
¡Qué ironía tan afilada!, Jesús invierte los códigos de la justicia humana, nos confronta con una sociedad –la nuestra– que idolatra la autosuficiencia, donde el éxito se mide en likes, titulares y encuestas, en las calles de esta CDMX, códice vivo de glorias y ruinas, vemos modernos fariseos, políticos que desfilan con cruces en el pecho mientras negocian principios por votos, influencers que predican moralidad en reels pero callan ante las injusticias que no “venden”, son los mismos que, como el fariseo, miran al otro con desdén, etiquetándolo como inferior, como si la gracia divina se ganara con un saldo de buenas obras, ¡qué laberinto de espejos rotos, donde el orgullo nos ciega y la comparación nos encadena!
Pero la parábola no solo denuncia, ilumina, el publicano con su cabeza gacha y su pecho golpeado, nos enseña que la humildad es la llave que abre la puerta de la libertad interior, reconocer nuestras sombras no es derrota, sino un acto de rebeldía contra la tiranía del ego, en un México donde la informalidad laboral atrapa sueños en redes de precariedad, donde las cámaras de vigilancia se multiplican como ojos panópticos de un infierno foucaultiano, la humildad nos recuerda que no necesitamos ser perfectos para ser dignos, basta con ser sinceros, con presentarnos ante Dios –y ante nosotros mismos– sin el maquillaje de la hipocresía.
Esta enseñanza también nos desafía a repensar cómo miramos a los demás, el fariseo desprecia al publicano, pero Jesús nos muestra que el “pecador” puede estar más cerca de la redención que el “santo” autoproclamado, en una sociedad polarizada, donde las etiquetas –“progre”, “conservador”, “traidor”– se lanzan como dagas, esta parábola nos llama a la compasión, ¿quiénes somos para juzgar el corazón ajeno?, ¿no es el otro, con sus luchas y caídas, un reflejo de nuestra propia humanidad?, en la CDMX, donde las capas coloniales y prehispánicas se entretejen con el caos posmoderno, necesitamos esta mirada, una que restaure, que una, que no divida.
Y aquí va el veneno sarcástico, porque no podemos ignorar a los charlatanes que pervierten esta lección, ¡mira a esos sofistas de la “Nueva Derecha”, tejiendo redes de oportunismo con hilos de cobardía, vendiendo valores cristianos como baratijas en un tianguis electoral!, critican la doble moral mientras la practican, alzan banderas de tradición pero se arrodillan ante el becerro de oro del poder, son fariseos modernos y su oración huele a traición, como un pañuelo morado ondeado por conveniencia, pero no caigamos en su juego, la respuesta no es el rencor, sino el diálogo que desarma, la ironía que revela, el debate que construye puentes éticos sin ceder a dogmas vacíos.
Entonces, ¿qué nos queda?, la parábola nos invita a un ejercicio radical, romper el espejo del orgullo, dejar de compararnos y orar con la honestidad de quien sabe que no lo merece todo, pero lo espera todo de la misericordia, en esta CDMX donde el concreto oculta altares antiguos, restauremos la humildad como cimiento de un orden armónico, familia como núcleo de narrativas eternas, fe como código de significados profundos, libertad que no es caos, sino armonía, que nuestra oración sea un grito silencioso y como el del publicano, “ten piedad de mí”, que en esa rendición, encontremos la exaltación que no necesita alardear.





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