México y España son dos naciones cuya hermandad requiere ser enfatizada en una fecha tan señalada como el Día de la Hispanidad. A pesar de las aviesas intenciones de ciertos personajes de convertirnos en Caín y Abel, la historia real habla de dos países con una extraordinaria cantidad de aspectos en común.
No cabe duda de que la Hispanidad es la obra de fraternidad más valiosa de la historia. Propició el nacimiento del México mestizo, seña de identidad del país.
Los españoles se mezclaron con la población india a raíz de la política de mestizaje ideada por Isabel la Católica y seguida por el resto de la Monarquía Hispánica. Ya en 1503, la reina Isabel comenzó a promover, por medio de una ordenanza, los matrimonios interraciales que en otros territorios cercanos como Estados Unidos no serían legales hasta 1967. Esta unión entre españoles e indias pone de relieve la voluntad integradora del Imperio Español, dejando en evidencia las siempre distorsionadas tesis negrolegendarias.
Resulta curioso, por no decir cínico, ver cómo los principales difusores de la Leyenda Negra masacraron a los indios con su política de exterminio y segregación. Los anglosajones asesinaron o desplazaron a los nativos con el fin de fundar su propia sociedad. Solían decir: “El único indio bueno es el indio muerto”. Mientras los ingleses consideraban a los indios irredimibles, el Imperio Español los trataba con dignidad, como a seres humanos redimibles por la fe. Uno de los principales objetivos de los Reyes Católicos fue dotar a los españoles de una vocación misionera que permitiera la redención de los pueblos indígenas a través de su cristianización.
El catolicismo es la esencia de la Hispanidad. El amor, la lealtad, la honestidad, el respeto o la solidaridad son valores emanados del Evangelio. Al contrario de lo sucedido con el Imperio Azteca, el Español abogó por una cultura de justicia y libertad que humanizó la vida de las personas. La Conquista de México fue más bien una misión o una conversión al cristianismo. Los pueblos indígenas se convirtieron al catolicismo gracias a los valores predicados por los religiosos españoles, sobre todo los franciscanos, que pusieron en práctica un proyecto socioeducativo ubicado en las antípodas de los rituales con sacrificios humanos que realizaban los sacerdotes aztecas.
El otro factor sustancial que engrandece el legado de la obra hispánica es la lengua. No se logra entender la idiosincrasia de España y México sin la religión católica ni el español. Ambos perdurarán hasta el fin de nuestra existencia (salvo que el globalismo imponga lo contrario). En la etapa prehispánica existían múltiples tribus que hablaban alrededor de 500 lenguas, la Babel azteca, lo cual ocasionaba notorios problemas de entendimiento y comunicación. Además, como sabemos por desgracia en España, la presencia de tantos dialectos termina provocando en muchas ocasiones una incómoda división político-territorial. Los españoles encontraron una solución a esta problemática promoviendo un lenguaje común unificador, lo cual no quiere decir que exterminaran las lenguas indígenas. De hecho, gracias a la iglesia católica, estas comenzaron a ser escritas tras profundos análisis léxico-gramaticales.
Antes de la llegada de los españoles, la situación que se vivía en la zona poco tiene que ver con el panorama idílico inventado y difundido por resentidos expertos en humo (tanto en su venta como en cortinas). Cuando Hernán Cortés desembarcó en tierras americanas, México no existía, había un imperialismo azteca que sometía a otros pueblos de Mesoamérica. Se estima que fueron asesinadas un mínimo de 20.000 personas al año, un genocidio en toda regla que los aztecas asumían con naturalidad atendiendo a su costumbre de sacrificar personas de otras tribus para honrar a sus dioses. La extracción de corazones y la antropofagia formaban parte de sus prácticas comunes.
Estas barbaries fueron combatidas y prohibidas por los españoles, a cuya causa se sumó una ingente cantidad de nativos pertenecientes a los pueblos dominados por los aztecas. Tlaxcaltecas, texcocanos, huejotzincas, cempoaleses y chalcas fueron algunos de los pueblos indígenas que, hartos de los tributos, razias y sacrificios de los aztecas, se aliaron con las huestes españolas para poner fin al sometimiento. Doña Marina, consejera e intérprete de Hernán Cortés, representó mejor que nadie la liberación de un pueblo oprimido. Al igual que muchos otros nativos, gozó gracias a los españoles de un respeto y libertad que le negó la sociedad azteca, acostumbrada a degradar a los indígenas a la condición de esclavos u ofrendas.
Toda guerra implica actos violentos donde unas personas terminan con la vida de otras. Está claro que se cometieron excesos por parte de todos los bandos (sucede en la actualidad, así que en 1519…), pero en este caso hay que entender la acción bélica como un mal necesario que logró poner fin al aniquilador estado azteca. Aquellos españoles que arribaron a Mesoamérica lucharon por construir una sociedad con cierto orden y valores. Podría no ser perfecta, pero sí mucho más justa, civilizada y próspera.
España decidió enraizarse en América, creando en muy poco tiempo unas vías de desarrollo extraordinarias. El nivel de vida de todo el continente subió de manera notable. No se puede reflejar en este espacio la cantidad de avances que el Imperio Español implementó en el Nuevo Mundo, da para varios tomos, pero sí han de reseñarse ciertos progresos de valor incalculable.
Las Leyes de Burgos (Fernando el Católico, 1512) supusieron el primer intento de la historia por acabar con injusticias como la esclavitud. A través de un marco legislativo protector, reconocieron a los indios como titulares de derechos humanos básicos, regulando sus condiciones de vida y trabajo. Estas leyes implicaron sobresalientes avances sociales, laborales y jurídicos en comparación con otros imperios coetáneos e, incluso, posteriores. La conducta pionera de la Monarquía Hispánica evolucionó con la promulgación de las Leyes Nuevas (Carlos I, 1542) y las Leyes de Indias (Carlos II, 1680) que continuaron regulando y ampliando los derechos de los indígenas hasta elevarlos a la condición de súbditos de la Corona.
En 1593, con Felipe II al mando, el Imperio Español fue la primera sociedad política de la historia que instauró la jornada laboral de 8 horas. Si bien no hay que pecar de inocencia al pensar que siempre se aplicaban las leyes (tampoco se cumplen en 2022), los hechos hablan de un imperio precursor que atendía cuestiones nunca antes planteadas.
El legado español se forjó principalmente entre los siglos XVI y XVIII. Además del cristianismo y la lengua, es importante mencionar otros aspectos que contribuyeron al progreso del Nuevo Mundo. Se crearon más de 30 universidades donde se realizaron tareas de docencia, investigación y difusión cultural. La Universidad de San Marcos, en Perú, se fundó 85 años antes que la Universidad de Harvard, en Estados Unidos. La educación hispánica no excluía a ninguna raza; era accesible a criollos, mestizos e indios.
Los hospitales fueron otra obra fundamental de la época. Una de las grandes preocupaciones de la Monarquía Hispánica fue la organización sanitaria, por lo que dictaron diferentes leyes en pro de la construcción de centros de salud para ejercer la caridad cristiana. En ellos se acogía y curaba a todos por igual sin distinción de raza ni clase social. Nueva España fue el territorio donde más hospitales se hicieron. También se construyeron caminos y se fundaron ciudades a lo largo y ancho de todo el continente. Eran ciudades excepcionales para la época, con un nuevo modelo urbanístico caracterizado por la regularidad del trazado y los hermosos edificios que hasta la fecha siguen atrayendo a turistas.
Estos avances corroboran la época dorada que vivió el Imperio Español, el más poderoso sobre la faz de la tierra, donde nunca se ponía el sol. Todo lo descrito hasta el momento nos colma de motivos para celebrar el Día de la Hispanidad con jolgorio y sin complejos. En ningún caso debemos admitir presiones que, bajo el relato de una historia tergiversada por intereses partidistas, buscan acorralarnos para pedir un absurdo perdón. No permitamos falsos testimonios ni caigamos, como el político del Vaticano, en el buenismo progre característico de estos tiempos.
Si hay algo que nos debe hacer sentir orgullo a los españoles es nuestra historia sin parangón. La mayor parte de la clase política actual carece del honor y la gallardía que jalonaban a nuestros antepasados. El presente es ignominioso y el futuro luce (o desluce) poco prometedor. Ojalá la sociedad española despierte del letargo al que está siendo sometido por Pedro Sánchez y sus secuaces. Ni los críticos feroces de la Hispanidad causarían tanto daño a España como este “señor”. El enemigo está en casa y ocupa la Moncloa. Hungría, Polonia e Italia son los espejos donde la nación ibérica debe mirarse para poner fin a la miseria tanto económica como moral que se cierne sobre el país. Necesito creer que todavía estamos a tiempo de revertir esta situación. Si no es así, que Dios nos pille confesados.
Por Manuel Gómez Puyuelo
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